Mi primera competición de ajedrez fue en las fiestas patronales de Concepción de Alajuelita, en 1989, a los 9 años. Mi tío David Meléndez me invitó a participar, y asistí con mucha emoción y curiosidad. No era lo que esperaba, pues sólo llegamos un niño de 12 años y yo. En la primera partida, que perdí con negras, recuerdo que mi papá me preguntó si mi caballo de dama había tenido un accidente, porque no lo moví en todo el juego...Perdí la segunda partida, y regresé a casa con un trofeo al segundo lugar, una medalla de participación y una enorme sed de revancha. Estuve al borde de las lágrimas, y recuerdo que mi abuela le dijo a mi papá que lo mejor sería que no siguiera jugando, pues "ese niño tuyo no sabe perder". Está de más decir que no seguí su consejo, ya la fiebre del ajedrez estaba muy arraigada y la mejor manera de calmarla era jugando, lo que he "tratado de hacer" desde entonces...
Volviendo a las palabras de mi abuela, me quiero referir a algo que valoro sobremanera en el ajedrez: La oportunidad valiosa que nos da para entrenarnos en ese valor tan importante de aceptar las derrotas. Muchos entrenadores o padres de familia se centran mucho en la idea de ganar, de ser el mejor. Eso está muy bien, pero no debemos olvidar que el jugador de ajedrez es ante todo un ser humano, y la manera de afrontar las derrotas puede marcar la personalidad de un niño en desarrollo. Asimilar la idea de ganar, pero también la de aceptar una derrota con dignidad y responsabilidad, sin excusas baratas, es algo que muy pocos juegos enseñan mejor que el ajedrez. Aunque por supuesto, de nada nos sirven sus lecciones si nosotros no queremos poner atención...
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