En el post anterior les dejé una pregunta nada sencilla de responder:
¿Por qué juegas ajedrez? Tomándolo personalmente, si me hicieran esa pregunta, yo simplemente respondería: "Porque me apasiona". No simplemente porque me ayuda a distraerme de mis problemas desde el primer movimiento hasta el jaque mate, o porque lo considero el mejor juego jamás inventado... No, porque desde que me enseñaron las jugadas en mi tierna infancia, y desde que leí mi primer libro serio (el fascinante "La Perfección en Ajedrez", de Fred Reinfeld) entendí que tendría un amigo para toda la vida, un amigo que nunca me reclamaría nada, ni que me negaría conversar con él, y con el que siempre podría contar.
Esa es la verdadera razón de mi gusto casi inexplicable por este juego. Me apasiona, cada vez tengo más ganas de conocer más de él, de investigar su historia, de ganar puntos... de competir contra otros jugadores y sentir esa silente adrenalina custodiada por los modernos dígitos de un reloj electrónico...
Bueno, estos últimos comentarios me llevan a la siguiente pregunta: ¿Por qué juegas torneos de ajedrez?
Lo sencillo y obvio es: Para ganar puntos de rating y lograr algún título (que en mi caso sería el de MN, esa es mi "piedra filosofal" como aficionado al ajedrez en Costa Rica, y la meta que tengo en mente cada vez que entreno y juego torneos).
Pero en mi psique (más compleja de lo que yo mismo quisiera), el ajedrez de torneo significa algo muy importante: Una sólida razón para seguir con vida. Así como lo oyen, amigos lectores. Puede que no sea importante para casi nadie, pero lo que voy a decir podría serlo para al menos una persona, y eso sería genial:
Hace 11 años, en 1999, éste servidor era un joven de 19 años que había entrado a la facultad de odontología de la Universidad de Costa Rica, con muchas ganas de vivir y alcanzar sus metas trabajando fuerte. Sin embargo, a inicios del primer año de carrera, comencé a padecer insomnio, a no comer y a tener pensamientos muy oscuros, y no me apena decirlo, suicidas... De hecho, traté de acabar con mi vida en una severa crisis depresiva sin ninguna explicación razonable, ya que no había nada en mi vida que me llevara a semejante decisión.
Mi familia, por supuesto muy preocupada, no dudó en hablar con cuánto psicólogo se pudo, y luego de varios intentos, se dio con el diagnóstico: padecía un trastorno del estado de ánimo debido a un desbalance de químicos cerebrales en mi organismo. Ese diagnóstico me ayudó y me dió mucho alivio, ya que por fin había una explicación razonable para lo que estaba sucediendo con mis pensamientos tan erráticos y peligrosos, con ese sentimiento de desesperanza tan increíble e inexplicablemente doloroso...
¿Que qué tiene que ver el ajedrez en todo esto? Mucho, muchísimo. Por increíble que parezca, mi simple sueño de llegar a primera división fue un aliciente fundamental para continuar con la inesperada terapia psicológica y los tratamientos farmacéuticos con pastillas desconocidas, con extaños y a veces vergonzosos efectos secundarios, y lo principal: me animó a no rendirme y tomar la salida fácil, esa salida fácil que "esa enfermedad" me invitaba a tomar constantemente...
Ser diagnosticado con un trastorno del estado de ánimo tan serio como el que mis doctores me informaron fue un duro golpe para mí, del cual tardé años en recuperarme. Siendo sincero, aún no lo he aceptado, ha sido un torbellino de emociones, un encuentro cercano con el caos y la desesperación. Por eso el ajedrez, con sus reglas definidas, pero con caminos infinitos y enigmáticas vertientes, es para mí una metáfora de la lucha por la vida, y sobre todo, de mi lucha por aceptar la enfermedad y no considerarme menos persona por padecerla. Y le estaré eternamente agradecido al que lo inventó (o la que lo inventó), por darme una maravillosa excusa para perseguir mis metas, dentro y fuera del tablero, ¡¡cueste lo que cueste!!
Y con ésta introducción, en los siguientes posts empezaré con el tema de "la importancia de ponerse metas", basado en la charla que dio el MI Mauricio Arias en Noviembre de 2009.